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Me Cago En Mi Vida

BULGARIA (1)

BULGARIA (1)

Bueno, pues ocurrió en mi año de gloria, con todo eso de los libros, las presentaciones y las conferencias, cuando Il Edittore trataba de convertirme en estrella mediática y Joan Tarzian me entrevistó para The Economist. Por empeño de Baby, pillé algo de ropa y mis fotos con el Rey y tomamos el primer avión que salía para Bulgaria. Sin pensarlo demasiado. Con un par.

Allí estaba yo flipando. Mi primera impresión sobre Bulgaria es que, pese a ser un país pequeño, todo era a lo grande. Me explicaré: Todos sabemos el tamaño que tienen los botes de refrescos o cerveza en los aviones... ¡Y que de un tiempo a esta parte los cobran! Pues bien, nada como un país anclado en los años cincuenta para que la comida del avión sea gratis, y los botes sean de 33cl. La cosa pintaba pero que muy bien, siempre que, una vez en tierra, no me separase de Baby, o como se supone que debería llamarla durante el viaje, Babiova.

 

La Primera en la Frente

 

Es hora de hacer un chiste del estilo de Les Luthiers. “Al llegar a los Estados Unidos mis primeras impresiones fueron digitales... ¡Me las tomaron con tinta blanca!” En mi caso descubrí que, en Bulgaria, todo el tema de aduanas lo lleva una empresa privada de capital británico, o al menos ese era el rumor de la época. El hecho es que me encontré con un gigantón uniformado que me paró hablándome en búlgaro y luego en inglés (lo que hoy llamaría un compañero de otro país...) Primero me pidió el pasaporte y después me hizo... LA PREGUNTA

 

 

¿CUÁNTO DINERO LLEVAS?

 

Ya me estaba preparando para la primera mordida cuando Baby volvió sobre sus pasos y se puso a hablar con tooooooodo aquel tipo (abarcaba bastante de mi campo visual) Resultó que se entra en el país con más de 3000 € es obligatorio declararlo. Yo apenas llevaba 300, lo que allí suponía entonces un buen sueldo mensual.

No volví a hacer ese chiste de “pienso comprarme este país y poner a sus habitantes a picar piedra para darle forma de toro”. Desde ese mismo instante renuncié a cualquier sueño de faraonizar la República de Bulgaria, de cambiarle el nombre por el de Faraonato de Golfia, de hacerme construir pirámides y alicatarlas hasta el pincho de arriba.

 

Bienvenidos a la República Popular de Bulgaria

 


El tío de Baby, tito Misha, nos recogió en el aeropuerto, y nos llevó a su casa, una especie de dacha en las afueras que, a decir verdad, estaba muy, pero que muy bien.

Dar vueltas por Sofía se convirtió en toda una experiencia. Más que nada porque no estoy acostumbrado a ver tantas armerías, cochazos y tipos armados. Las fuerzas de seguridad, tanto pública como privada, no se cortaban en mostrar que estaban armados. Incluso los que vestían traje en los bancos y oficinas de cambio.

También recuerdo haber montado en tranvía. En un tranvía a juego con una inscripción que encontré dentro: MADE IN CHECOSLOVAQUIA. Traté de calcular cuánto hacía que no existía ese país para hallar la edad aproximada del trasto. Montar después en trolebús no aumentó mi sensación sobre la modernidad de Bulgaria. Cuando se lo comenté a mi madre, ella me preguntó si había viajado a Europa del Este o si había viajado en el tiempo.

Finalmente visitamos, entre parque y parque dedicado al libertador Ejército Ruso, la casa de los padres de Baby, en un barrio obrero al norte de la capital. El paisaje me recordó a las imágenes que había visto de Sarajevo, pero sin impactos de bala en las fachadas de los edificios. Una vecina reconoció a Baby de inmediato (lo típico de ¡Oh! ¡Tú eres la hija del Señor Babiov!) Tras lo que, acto seguido, me miró y dijo: Tú debes ser español. ¡Bienvenido a la República Popular de Bulgaria! De golpe, mi reloj se atrasó cincuenta y cinco años. Vi soldados con abrigos y gorros de piel de oso, muros levantándose de golpe, y tanques y misiles desfilando por las calles mientras en mi cabeza retumbaba el repetitivo Yo-ho-ho-ho de “Los remeros del Volga”.

 

 

La entrevista suegro-yerno más tensa de la Historia

 

Apenas había despejado de mis pensamientos los recuerdos residuales de la Guerra Fría (ellos siguen diciendo que ganaron... al menos en ese barrio) cuando caí en la cuenta de que Baby se había ido a comprar comida con su hermanito, y que yo estaba sentado en una terraza en mitad de unos bloques de viviendas de estilo soviético (cuadrados, con ventanas cuadradas y puertas cuadradas... y con un omnipresente color gris) En frente tenía al señor padre de Baby mirándome a los ojos, y a un camarero que parecía perder la paciencia.

Mi señor suegro se había pedido un vodka y una tónica, y tanto él como el camarero trataban de preguntarme qué demonios quería beber yo (claro que un servidor tiene limitado su búlgaro a saludos, insultos y amenazas... y ellos no hablaban ni inglés ni español) En ese momento pude recordar de la memoria colectiva qué no hay que hacer ante un suegro búlgaro:

- No demostrar debilidad: Eso significa que hay que fumar y beber.

- No mezclar el alcohol con nada

- No despreciar la belleza de su hija: Es decir no mirar a otras mujeres delante de él.

- No hacer nada que le haga pensar que eres homosexual: Lo que significa fumar, beber, no mezclar el alcohol con otras bebidas, reír ruidosamente, cantar en la mesa después de comer, aguantar el alcohol como si se tuviesen genes cosacos y tratar de hacer que mirarías a otras mujeres de manera descarada pero, por respeto, no lo haces dado que probablemente él va armado.

- Evitar cualquier referencia a la victoria de Occidente en la Guerra Fría: Algo muy difícil cuando se es occidental y bocazas.

Por alguna razón me pedí el vodka con limón... más que nada por no parecer demasiado homosexual al poner la cara de El Fary al beber un sorbo de tónica (algo que me pasa siempre) Si queréis ver a un par de búlgaros a cuadros y con cara de pasmo, sólo hay que pedir limón con el vodka. Menos mal que no lo mezclé. La situación se descongeló cuando el señor Babiov le dijo al camarero (sin dejar de mirarme a los ojos)

 

 

“PSÉ... ES QUE ES ESPAÑOL”

 

Así pasamos unos cuarenta y cinco minutos. En silencio. Mirándonos a los ojos en un duelo de voluntades (casi me cago encima) y dando sorbos de vodka y de (gracias a Dios no pedí tónica) limón. El interrogatorio más raro de la Historia, y la entrevista suegro-yerno más tensa de la que jamás se haya tenido noticia.

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