EL CONSOLADOR
Imagínese que tiene un curro de mierda.
Bueno, eso no es difícil. Ahora imagínese que tiene un curro de mierda y que padece lo que Scott Adams denominó “El síndrome del cubículo crónico”.
Primer síntoma: La sensación de estar rodeado de idiotas.
Imagínese que el tiempo pasa, que cada día se aburre más… imagínese que engorda y empieza a quedarse calvo por culpa de sus compañeros de trabajo.
Ahora trate de relajarse y escuche esta historia:
Érase una vez un aburrido edificio de oficinas donde nadie salvo yo sabía lo que hacía. Érase una vez una azafata que creía ser el centro del universo y, lo que era peor, se veía obligada a decirlo en voz alta.
Érase una vez el deseo de ser sordo…
Se trata de una compañera de trabajo como otra cualquiera, decían. No es ningún apocalipsis rubia platino, ni nada que se le parezca. Pero el hecho de que, a diario, durante seis horas, decida contar su vida, te interese o no, y que sus ecos se redirijan en todas direcciones, la hacía del todo insoportable.
¡Y tiene costumbres! ¡Nada del otro mundo! A fin de cuentas, tirarte siete años haciendo una media de cuatro relevos por azafata, para que vayan al baño, puede inmunizar a cualquiera. ¡No te preocupes! –me dijeron-¡La cistitis no es tan contagiosa!
Lo peor vino después. De un tiempo a esta parte y por razones que desconozco –quizá una conspiración alienígena- vengo notando una preocupante pérdida de feminidad en las mujeres. ¿A dónde fue a parar el
pudor, el secretismo o las excusas del tipo tengo que empolvarme la nariz? Ahora las mujeres, y en particular el ciclón de culo gordo al que me refiero, hablan abiertamente –y lo que es peor: En voz alta- de sus menstruaciones, su inapetencia sexual provocada por la ingesta de anticonceptivos o…
“Es que tengo cogida la hora… los nervios se me vienen al estómago y…”
Sí. Este terremoto del extrarradio de Madrid pide relevos para cagar. Para hacer un brownie, para lanzar un mono al espacio.
A eso lo acabamos denominando “Un relevo de tanga marrón”
¡Y no queda ahí! ¡Echo de menos la feminidad en su forma más integrista! ¡El secretismo! ¿Por qué demonios tiene que hablar en voz alta de su vida sexual?
Resulta que la chica salía con un compañero, uno de los nuestros. O al menos eso se supone.
Resulta que vino un día que libraba a buscarla al edificio y ella, que se estaba zampando una bolsa de gusanitos, encontró uno sobre su silla al levantarse y se lo ofreció, como una Eva de La Biblia que
defecara gusanitos.
Él, de manera poco cortés lo rechazó
“¡Pero qué haces! ¡Si eso está de tu culo!”
Y ella nos volvió a regalar una sentencia gloriosa:
“¡Pues anda que no te gusta mi culo! ¡Sobretodo chupármelo!”
A eso lo acabamos denominando “Comerse el donut”.
Es lo que tiene trabajar en seguridad: El compañerismo, la hermandad… Iríamos contigo a una guerra, te seguiríamos hasta la muerte… pero ten un desliz y nos reiremos de ti hasta el fin de tus días.
La vida sexual de esta BIMBO (body impressive, brain optional) demuestra un elevado grado de frikismo, a juzgar por los comentarios (jamás insistiré lo suficiente: De viva voz) sobre su elevada actividad masturbatoria y sobre cuánto le gusta practicar sexo con su novio. De ahí la tragedia que se cierne sobre ella cuando comenta:
“Yo que siempre he sido una bomba sexual y desde que tomo la píldora nunca me apetece… ¿Os he hablado alguna vez de lo que me ocurrió con MI CONSOLADOR?
Siéntese.
Póngase cómodo, relájese, tómese un
whisky o una cerveza y fume:
Ahora viene lo gracioso.
Nuestra compañía, como decían en “El Club de la lucha”, nos impone un estricto protocolo a la hora de tocar el tema: Tenemos que utilizar el artículo indeterminado “UN”, y en ningún caso “SU CONSOLADOR”.
La inmensa mayoría de comentarios al respecto han
resultado del todo conservadores:
“Una chica tan joven usando un consolador”
Y han sido respondidos de manera aún más
conservadora:
“Conociendo al inútil de su novio, no me extraña”
La clave es que la chica tenía un consolador. Ignoro si vibraba o no, si tenía esa forma de puro o tenía forma de polla. Ignoro su color o si le había puesto nombre.
Y esto no es como un chiste de mariquitas. La clave de la historia no está en que ella tenga un
consolador. No está en que lo cuente.
“Un día –dijo- mi consolador desapareció de mi habitación, del lugar donde lo tengo escondido… (¿El cajón de las bragas? ¿Por qué no da más detalles?) Yo creo que fue mi padre, porque pasados unos días reapareció envuelto en PAPEL ALBAL”.
Y para mayor jodienda, ahí acabó su historia. Ningún dato más. Sólo la imaginación de todo el que pasaba por allí con las orejas en funcionamiento y la innata habilidad humana para la especulación.
¿Por qué cojones envolvería nadie un consolador (ya fuera el de su hija o hermana) en papel de aluminio? ¿Irían a meterlo en el microondas para ver qué pasa? ¿Tratarían de tapar pruebas de un uso poco higiénico? (sí chicos… el uso anal… ya lo he dicho) ¿Tiene el tacto del papel de aluminio algo especialmente erótico o sensual?
Sólo hay una cosa peor que no querer saber nada de
alguien: Querer saber algo y que nadie te lo diga.
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Mckeyhan -