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Me Cago En Mi Vida

Estimado señor Juez:

Estimado señor Juez: Jamás imaginé que escribiría sobre los sucesos que pudiesen ocurrir en un restaurante de comida rápida hasta que me tocó trabajar en uno. Generalmente solemos encontrarnos dos tipos de visiones enfrentadas sobre cómo son estos establecimientos:
La imagen corporativa nos habla de unos paraísos terrenales con brillantes suelos y relucientes paredes, donde acuden familias a celebrar su constante felicidad dando bocados a nutritivas hamburguesas, bebiendo sabrosos refrescos en los que flotan inmaculados cubitos de hielo (fabricados por supuesto a partir de la más pura de las aguas), donde somos servidos por sonrientes trabajadores muy cualificados y bien pagados que sólo desean para sus vidas poder darnos el mejor de sus servicios. Sí ciertamente parece idílico, y además lo vemos a diario por televisión.
Por otro lado, todos tenemos un amigo, familiar o vecino que, en algún momento de su vida ha tenido que trabajar en uno de estos restaurantes. Ninguno de ellos (al menos que yo conozca) ha salido contento de ellos, y no paran de narrar anécdotas sobre lo horroroso y degradante que resulta dar parte de los mejores años de su vida a hacer hamburguesas y patatas fritas, a servir refrescos, a limpiar vómitos, restos de comida, manchas de ketchup de las paredes. Lo que les costaba tener que sonreír a un tipo al que no conocen y que le mira por encima del hombro por el hecho de tener que vestir un estúpido uniforme que se ensucia con facilidad y que tarda en secarse siglos tras un rápido paso por la lavadora. Todos te cuentan lo estúpidos que son sus jefes, lo cerdos que son los clientes, lo incompetentes o feos que son sus compañeros de trabajo, lo precarias que son sus condiciones laborales y un eterno etcétera que es correspondido con la solidaridad de quien les escucha con un ¡Cállate ya, pelmazo!

Y ésta es la historia que voy a contarle a usted, la sucesión de desternillantes anécdotas, y surrealistas idas de bola, enfrentamientos personales que llegan a lo laboral, accidentes, violaciones de las leyes de sanidad, pitos, flautas y ridículas gorras negras con anagramas corporativos bordados, en el frustrante entorno de chicos que acaban o están por acabar sus carreras universitarias y se ven subempleados, de chicas que cruzan miles de kilómetros para buscarse la vida, de gente que no ha querido o no ha podido seguir estudiando y queda atrapada en un empleo que odian (con compañeros a los que llegan a odiar), y en definitiva de lo que he vivido al trabajar en una hamburguesería perteneciente a una gran cadena, que pertenece a una franquicia de una gran corporación, además de lo que me ha pasado por la cabeza al trabajar allí. Que conste, señoría, que he dicho que no todo lo que cuento aquí ha ocurrido de verdad, algunas cosas son fruto de mi mente enferma (una mente que me permite a mí alegar enajenación y a usted declararme no culpable).

El hecho es que en esos días extraños que separan un curso escolar de otro, digamos Septiembre de 2003, me encontraba acabando la carrera de Periodismo en Madrid. Circunstancias de la vida (como el hecho que una cuadrilla multinacional de obreros de la construcción recién legalizados como residentes en España te dejen la casa donde vives alquilado sin luz de un martillazo en algún momento del verano y tengan el detalle de no fastidiarte la sorpresa diciéndotelo hasta que te llegas de pasar el verano en casa y ves que el sagrado interruptor no hace caso de tus súplicas) hube de cambiar de vivienda.
Pesadas jornadas de mudanza después recordé la entrada en vigor del Plan de Estudios 2003 para Ciencias de la Información en la Universidad Complutense, un embrollo burocrático y tercermundista que me saltaré, ya le dedicaré un libro en su momento.
Ante la poco ilusionante tarea de ir a clase como el buen estudiante que soy (haga el favor de no reírse) sentado en el suelo del aula cada hora de clase, rodeado de TRESCIENTOS de mis compañeros, con profesores agobiados por tener que impartir más clases que las que dice su contrato, y, que conste en acta, durante los meses más aburridos e inútiles del curso (Octubre y Noviembre), se me ocurrió la más disparatada idea de toda mi joven vida: ¡Ganemos algo de dinero en lo que a los padres de la criatura (el Plan 2003) se les ocurre cómo solucionar el entuerto!. Lo siguiente que recuerdo es que tras conseguir un empleo de tarjetero en un Bar de copas de los Bajos de Aurrerá, en Argüelles, paseaba tranquilamente por mi nuevo barrio cuando pasé por delante de un Burger King, en cuya puerta había pegado un papel con cinta adhesiva que rezaba: NECESITAMOS PERSONAL. ¿Es que acaso fui el único que pensó que era una buena idea? ¿Acaso no somos millones los que albergamos la estúpida idea de aprovecharnos de una multinacional?
He de añadir que creo ser un pionero. El primero, o al menos el primero que conozco, preparado y concienciado para el duro mundo del trabajo basura, y por ello me encontré con el rechazo y la incomprensión de aquellos que no comprendían mi actitud de trabajador temporal, mi falta de apatía ante un trabajo repetitivo, frustrante y tan simple que hasta un chimpancé amaestrado podría hacerlo (y quizá no lo hace porque los mandamases de esta malvada corporación han comprobado que es más barato pagar un sueldo mínimo ante el creciente precio de los plátanos), y sobretodo ante mi negativa a pasar a formar parte de la gran familia de Burger King. Sí, quería trabajar sólo dos meses… y lo conseguí… y todavía no lo entienden.
La corporación Burger King, y otras tantas cadenas de franquicias del sector servicios, se presentan ante el joven trabajador como un mecenas que pretende rescatarle casi por altruismo de un mundo duro y globalizado en el que el empleo escasea y donde hay casi matar por un trabajo estable al que dedicar tu vida. ¿Tan complicado es de entender que yo sólo quería trabajar dos meses y largarme?, ofrecen salidas a los licenciados como ejecutivos, y a los que sólo tienen el graduado escolar con lo de llegar a gerente, y tan sólo tienes que pasar unos años fregando y otros tantos haciendo fregar a nuevos pringados. ¿Y hay quien sigue creyendo que soy un trepa? Que no, hombre, que no.
Ni siquiera mi querido jefe quería estar allí, tan sólo quería pagar su hipoteca como todo el mundo (y para llegar a gerente hay que preparar muchas hamburguesas), a ninguno nos hacía ni nos hace gracia prepararle su bazofia a unos niños gritones que cumplen años vomitándote en el suelo, a delincuentes juveniles que te miran como a un bicho porque tienes que servirles con una sonrisa (a mí me compensa con pensar que en unos años serán ellos los que tengan que vestir el estúpido uniforme y sonreírme) a mujeres que creen ser muy señoras por gritarte cuando miras mal a sus criaturas, que impiden correteando que limpies eficazmente las manchas de exóticas salsas con las que el anterior cliente te ha redecorado una de las mesas, Y MUCHO MENOS A LOS CABRONAZOS QUE NO RECOGÍAN SUS BANDEJAS DE LA MESA DESPUÉS DE COMER.
Por todo ello, señor Juez, me declaro inocente de los delitos de Traición a la empresa y a mis sufridos compañeros de trabajo, a los que dedico este libro (excepto a la desgraciada de Pluvia Monzón: ¡Ojalá sigas de encargada toda tu vida! ¡Zorra!). A ellos les envío, del primero al último, el más cariñoso de mis recuerdos y mi deseo de que todo les vaya bien en la vida.

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